Relatos
Hace un par de día estuve reordenando los documentos guardados en viejos disquetes para comprobar que puedo tirar a la basura un par de CPUs polvorientas. Aparte de viejos trabajos universitarios y algún que otro borrador de mis guiones, me encontré un relato que había olvidado por completo. Fue una sensación curiosa, como si leyera algo escrito por otra persona. Al llegar a este párrafo, me detuve a pensar un momento:
-Te veo todos los días. Siempre llegas unos minutos tarde al trabajo, con el pelo aún humedo, como si recien hubieras salido de la ducha. Arrastras los pies, como si te pesaran. A veces, entras en una cafetería, compras un donut, siempre de chocolate, y lo devoras en cuatro bocados. Por las mañanas, hueles a melancolía, y por las tardes, a esperanza. Eso es lo que más me gusta de ti. Bueno, eso, y tus ojos. Eres capaz de sonreír con la mirada. Me gusta sentir que me miras.
.
Aun no sé si es una de las cosas más bonitas que escrito nunca. ¿O es, simplemente, una horterada? ¿Puede ser ambas cosas?
Un grito rompió la noche.
Alonso se despertó bruscamente. La puerta de su dormitorio estaba entreabierta y el resplandor de una luz lejana se colaba por la rendija.
Todo volvía a estar en silencio.
Alonso se asomó al pasillo. La luz parecía venir de las escaleras que llevaban al piso inferior. Al acercarse a la barandilla, una ráfaga de viento frío le hizo estremecerse. Bajó los escalones de madera lentamente, tratando de no hacer ruido para no molestar a sus padres.
Al llegar al zaguán y darle al interruptor de la luz, comprobó que la puerta principal de la casa estaba cerrada. Iba a volver a su dormitorio cuando vio que la puerta que daba al jardín estaba abierta.
El viento jugaba entre los árboles. Colgado de una rama, la temblorosa luz de un farol iluminaba el jardín. Alonso se acercó hasta él. La tierra estaba húmeda, revuelta. Unas manos extrañas habían cavado una zanja. El joven se estremeció al darse cuenta de que era una tumba. Su terror aumentó al ver a una figura blanca que lloraba junto al río. Venciendo al miedo, Alonso se acercó hasta la silueta. Era una mujer vestida con un traje de novia. Se tapaba el rostro con unas manos pálidas. Alonso le habló con palabras tranquilizadoras, pero ella sólo respondió con gemidos. Finalmente, llegó hasta ella. Al ponerle la mano sobre el hombro, ella se volvió hacia él y le miró desde el fondo de dos agujeros negros, las cuencas vacías de su rostro de calavera.
Un grito rompió la noche.
Leonor se despertó bruscamente. La puerta de su alcoba estaba entreabierta y el sonido de un piano lejano se colaba por la rendija.
Sólo la pálida luz de la luna iluminaba la estancia.
La doncella se asomó al corredor. La melodía parecía venir de las escaleras que conducían al piso inferior. Al acercarse hasta ellas, una ráfaga de viento frío le hizo estremecerse. Cogió un candelabro de encima de una cómoda y a la luz de las velas bajó los escalones de piedra lentamente, tratando de no hacer ruido para no molestar a sus padres.
Al llegar al zaguán, sintió que el origen de la música estaba más cercano. Cuando acercó el oído a las puertas del gran salón para cerciorarse, éstas se abrieron de par en par repentinamente.
En el medio de la habitación, un hombre tocaba el piano. Era una melodía triste, fúnebre. Leonor permaneció inmóvil durante largos instantes, escuchando, casi sin atreverse a respirar. El pianista parecía ajeno a todo lo que le rodeaba, repitiendo una y otra vez la misma pieza. Leonor avanzó lentamente hasta él. No quería molestarle y que dejara de tocar. Sentía curiosidad por esas notas que le resultaban extrañas y familiares a la vez. Al llegar junto al músico, pudo leer el título de la obra en la partitura: “Réquiem para Leonor”. Asustada, puso su mano sobre el hombro del pianista y sus dedos atravesaron el cuerpo del hombre sin que éste notara su presencia.
Un grito rompió la noche.
Carlos se despertó bruscamente…
En 1614 no era raro ver pasear a Lope de Vega por la calle Príncipe. Siglos después, en 1870, se construyó un nuevo edificio al comienzo de la calle, en el número tres. Escaleras de madera, tres plantas, buhardillas, mansardas en el tejado, un desván con tragaluz. Sus cimientos eran fuertes. Aun sigue en pie.
Ahí han vivido hombres, mujeres, niños, ancianos. Ha habido lágrimas, risas, amor, largos vacíos y pequeños destellos de felicidad. Una niña se cayó por las escaleras en agosto de 1967 y se hizo daño en la rodilla. En enero de 1912, la señora Blasco murió de una extraña enfermedad en su dormitorio, rodeada de todos los suyos. Su hijo Federico no se separó de ella hasta el final. Eduardo y Carolina se mudaron al edificio en marzo de 1940, después de casarse, y fueron muy felices. En noviembre de 1937, Luis, desde la ventana del altillo, vigilaba el cielo y avisaba a todos los vecinos cuando veía acercarse a un avión sospechoso. Eran tiempos difíciles. En el verano de 1985, la casa era una movida, como toda la ciudad. En octubre de 1906, Adela se escondió con Miguel en el rellano y ahí se dieron su primer beso. En abril de 1996, un peletero se instaló en el primer piso y un día hizo un abrigo de piel para una duquesa. Un año después, Germán abrió un local de bocadillos con un toque argentino donde antes había estado una lechería. Y en octubre de 1999, yo me instalé en el edificio.
No tardé en darme cuenta de que era una casa especial. Las paredes estaban impregnadas de recuerdos, emociones y sentimientos. A la luz del día, permanecen diluidos. Pero cuando llega la noche, los rayos de la luna los espesan y se hacen más pesados, más presentes. Son fantasmas silenciosos que hacen compañía. Al principio me ponían nervioso, pero después me di cuenta de que, al fin y al cabo, lo que permanecen son los buenos recuerdos y que las historias de terror son mentira. Los fantasmas no son niños malditos, ni monjas emparedadas, ni caballeros sin cabeza, ni doncellas ensagrentadas. No son buenos, ni malos, simplemente están ahí. ¿Y dónde van a estar mejor que en un hogar?
Algunos se sienten solos y ver la vida de la casa desde lo alto de la escalera le hace sentirse acompañados. Algunos son traviesos y juegan con el gato, haciéndole correr de un lado para otro. Pero Flauta es listo y muchas veces, sencillamente, los ignora. Cuando se queda mirando fijamente hacia un punto, sabes que un fantasma le está giñando el ojo o sacándole la lengua. Alguno es más atrevido y se divierte haciendo crujir los peldaños de la escalera de caracol o haciendo desaparecer calcetines de rombos en los entresijos de la lavadora. A veces, simplemente, se limitan a hacer oscilar las campanitas que cuelgan junto a la ventana. ¿O sólo es el aire?
Todos tienen algo en común: son tímidos. No les gusta que haya mucha gente a su alrededor. De hecho, por las noches, cuando Flauta y yo compartimos la cama, permanecen en el altillo. Ahí se sienten a gusto, entre los trastos y los libros viejos. ¿Sabéis que los leen sin necesidad de abrirlos? Les basta con deslizarse entre las páginas cerradas e impregnarse con la tinta de las palabras impresas. Y cuando alguien más duerme en la casa, ellos suben a la azotea y bailan entre las chimeneas.
Ya sabéis que este mes me toca ser el Master del Taller de Relatos. Éstas son las directrices que he puesto. A ver si alguien se anima a concursar. Los relatos pueden tener una extensión máxima de tres folios.
-Personajes: los que se quieran, pero uno de ellos debe estar muerto, o morir en algún momento del relato.
-Entorno: un espacio cerrado.
-Objeto: una caja de música.
Fecha límite para apuntarse: Domingo 09 / 10 / 05 (a las 23.59 horas)
Mail a: taller.relativo@gmail.com (o a taller_relativo@hotmail.com si la primera fallase) con el Asunto: TALLER RELATOS MES OCTUBRE: APUNTARSE + Nick
Fecha límite para entregar las obras (en formato WORD, por favor): Jueves 20 / 10 / 05 a las 23.59 horas)
Mail a: taller.relativo@gmail.com (o a taller_relativo@hotmail.com si la primera fallase) con el Asunto: TALLER RELATOS MES OCTUBRE: TÍTULO DEL RELATO + Nick
Fecha para efectuar críticas y votaciones: Domingo 30 / 09 / 05 a las 23.59 horas) / Al día siguiente se colgarán los resultados y autorías en el Foro.Mail a: taller.relativo@gmail.com (o a taller_relativo@hotmail.com si la primera fallase) con el Asunto: TALLER RELATOS MES OCTUBRE: VOTOS + Nick
Llevaba un tiempo sin subir aquí algún relato. Con este he ganado el último taller de escritura de todo relativo (el enlace lo teneís ahí mismo, a la derecha de esta página). La verdad es que me quedé bastante satisfecho del resultado.
EL SUEÑO DE WASSILY K.
Wassily K. sueña.
Mariposa. Sopamari. Isoramapo. Tubusilo. Del yuje tito in elorio. Kastinosete kilosyub lopio sereti mil, ¿uji esverte uyio ijuo?
¿Quién sabe cuál es el material con el que se construyen los sueños?
-Hijo, ésa es la catedral de San Basilio.
Y Wassily K. mira hacia lo alto y ve torre tras torre, cúpula sobre cúpula. La plaza Roja. Moscú. El zar Alejandro II quiere hacer de su capital una ciudad moderna, de grandes avenidas y hermosos palacios. Pero Wassily K. sólo ve colores: un intenso verde claro, blanco, rojo carmín, negro y amarillo ocre. Son los colores de Rusia, son los colores de los relatos que le cuenta su tía. Pedro engaña al lobo. Babushka pasea por la nieve. Igor. Nadia. Lara. Wassily K. Juyeti. Vania. Boliderta. Weronika. Kiolerte destre hunio yubia. Moscú se deshace en una espiral de colores informe, como si fuera un enorme cuadro impresionista.
-Joven, ese es "El Montón de Heno", de Monet.
Y Wassily K no ve nada. ¿Dónde está el montón de heno? ¿Dónde mirar? ¿Cómo comprender lo que no se comprende? Y sin embargo, Wassily K. ve más allá, ve los colores, y tiene una revelación. Verde. Blanco. Rojo. Negro. Amarillo. Los colores le cantan, se transforman ante sus ojos al compás de la música. Adoptan formas, giran, se erizan, se estiran, se encogen, explotan en miles de líneas curvas y quebradas. Bailan. Ahora lo hacen al son de una ópera de Wagner. Pero luego lo hacen al son de una flauta, de un piano, del canto de una mujer. ¿Tiene la música formas y colores? Wassily K. acaba de descubrir que sí. Él también quiere cantar con formas y colores. Pero el trote de un caballo montado por un jinete azul le distrae. El jinete se acerca, le habla.
-Profesor. Sorprefor. Rospogui uyo? ¿uity? ¡Olll! Jiyuomnverte.
-Ya no soy profesor.
Y Wassily K. tiene treinta años y está en Munich. Ya no es profesor, ya no es un señor respetable con una envidiable puesto en la Universidad. Es un joven aprendiz de artista, un pintor en ciernes. No le admiten en la Academia. No le admiten en las exposiciones. Pero Wassily K. no quiere perder el tiempo estudiando anatomía. Él quiere cantar. Pero desafina. Pero vuelve a intentarlo. Pero no da el tono. Pero vuelve a intentarlo. Pero los colores no concuerdan. Pero vuelve a intentarlo. Y vuelve a intentarlo. Y lo vuelve a intentar. Hasta que lo consigue. Wassily K. canta. 1910. Tiene cuarenta y seis años. Wassily K. cantará con toda la fuerza de sus pulmones hasta que muera.
Clepsidra. Futilo. Ciujol. Guijolikas. Werta sad ertio miu hijo, peilo jiklas, iuytw, ¿potre uhjio? Kilof yuihe Qadert cu y o bijuferta. Wassily K. canta, pero pocos le escuchan y menos le entienden. Huyio kin cuytre buy. No saben que Wassily K. le ha dado una nueva libertad al arte. Ha abierto las puertas a un nuevo universo. Los colores y las formas se muestran en su plenitud, las pinceladas vuelan, cantan con nueva voz ya no hujdert copian jikloipe gorteuuyio la reakioldad. Y ahora son las palabras las que reivindican su libertad. Poliyerta destrio portui. Jiko, kilertasdetro pio.
Este mes no he participado en el Taller de Relatos de TodoRelativo. Me ha fallado la inspiración y no he encontrado una buena idea, a pesar de que le he dado muchas vueltas a la cabeza. Pero no, no he encontrado un final que me satisficiera.
He decidido recuperar un relato que escribí en el Taller de Escritura al que asistí este año. Tuve que dejarlo dos meses antes de que acabara por cuestiones monetarias, así que éste es el último cuento que escribí. Ahora lo releo y me parece terriblemente pesimista, un tanto lejano a mi estado de ánimo actual. Una vez Lua me comentó que mis personajes siempre parecían abocados a la infelicidad. En una primera reacción, me sorprendió el comentario, dado que yo, a mí mismo, me veo como un optimista. Pero, repasando lo que he escrito últimamente, vi que tenía razón.
Este relato es un ejercicio que consistía en hacer un cuento al estilo de uno muy breve de Franz Kafka: "Las preocupaciones de un padre de familia", también llamado "Odradek". Podéis leerlo
aquí."Todas las mañanas, cuando me levanto, siento que alguien me observa. Cuando salgo a la calle, tengo la sensación de que alguien me está siguiendo. Y todas las noches, cuando me acuesto, sé que alguien me vigila. Compruebo mil y unas veces que no hay nadie, pero una mirada se clava siempre en mi espalda, una mirada sin ojos ni cuerpo, pero real.
A veces, tumbado en mi colchón, cuento hasta diez y le doy al interruptor. La oscuridad se desvanece a la luz de la bombilla, y con ella la mirada. Pero en cuanto apago la lámpara, la mirada vuelve. Entonces, hago lo que hacía cuando de niño tuve esa sensación por primera vez. Me cubro con las sábanas y me siento protegido. Así ya no puede verme, aunque en ocasiones mi corazón comienza a latir con fuerza cuando imagino que, en cualquier momento, una mano invisible puede deslizarse entre las mantas y apartarlas con violencia. Pero no, la mirada no tiene manos. Sólo tiene un objetivo: contemplarme.
La mirada se mueve a sus anchas entre las tinieblas, pero también en la soledad. La he sentido clavándose en mí como una fina aguja de acero en un vagón de metro abarrotado, en una sala de cine o en mi oficina. Cuando como solo, en cualquier restaurante, la noto frente a mí, en la silla que queda vacía. Está atenta a todos mis movimientos, a cómo corto la carne con el tenedor y el cuchillo, a como me llevo la copa de vino a los labios, a como mastico los trozos de fruta. Y es en esos momentos cuando pienso si el día en que yo muera, la mirada se quedará encerrada conmigo dentro del ataud o si, simplemente, observará cómo me entierran en mi tumba para después alejarse".
La pistola seguía estando sobre la mesa.
Un dos tres cuatro. Cierra los ojos. Un dos tres cuatro. Abre los ojos.
La pistola seguía estando sobre la mesa.
"Tú y yo, solos en una cabaña. En el monte. Nadie nos molestará". La mente de Carla era un torbellino de recuerdos. Eso había dicho Andrés, así había descrito el fin de semana. Una escapada a la sierra, una casita en la montaña, una cama grande y acogedora. La cama era grande, sí. Y ahora lo era más, porque su mitad izquierda estaba vacía. Andrés había desaparecido.
Pero la pistola seguía estando sobre la mesa.
Un dos tres cuatro. No servía de nada un dos tres cuatro. La pistola seguía estando sobre la mesa, Andrés seguía sin estar y Carla no se atrevía a moverse. Volvió a contar, lo volvió a hacer y volvió a volver a hacerlo. Decidió salir de la cama. Se acercó a la mesa. Contempló la pistola. La miró, pero no la miró. Sus ojos atravesaban el acero, absortos en la contemplación del enigma.
-¿Has escuchado cantar al búho?
-Sí.
-Dicen que cuando el búho canta es que alguien va a morir.
Un búho había cantado aquella noche. Carla lo había escuchado. Andrés lo había escuchado. ¿Estaría muerto Andrés? Carla tembló. Miró la puerta cerrada de la cabaña. No quiso salir. El sol entraba por la ventana, se oía el sonido del viento entre los pinos. El resto era silencio. ¿Sería ella la muerta? Cada vez tenía más pánico a salir de la casa. Se estaba tan bien allí... los muros eran fuertes y los cimientos, firmes.
La pistola seguía estando sobre la mesa.
Carla no podía hacer nada. ¿Qué podía hacer? En realidad, no quería hacer nada. Había algo que no estaba bien, algo fuera de sitio y ella no podía arreglarlo. Volvió a tumbarse en la cama enorme, vacía, solitaria.
Un dos tres cuatro. Cierra los ojos y no los abras. Duerme. Sueña. Despierta. Un dos tres cuatro. Abre los ojos y mira. Mira la cara de Andrés, dormido, a tu lado. Sus largas pestañas, su piel morena, su pelo negro, la cicatriz en el cuello. Escucha su respiración, suave, tranquila. Él duerme profundamente, ¿y tú?
La pistola ya no estaba sobre la mesa. En su lugar, el cadáver de un búho atraía a las moscas y a los gusanos.
En el mes de Abril gané el Taller de Todo Relativo. Pensé que nunca lo iba a conseguir. Lo "malo" es que lo hice con un relato que no me termina de convencer. Eso sí, por una vez, hice una historia de amor con final feliz... incluso empalagoso.
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PERSEIDAS
Las noches de verano en Madrid son lentas y pegajosas. En los primeros días de agosto, cuando el termómetro supera los cuarenta grados, dormir se convierte en una tarea imposible, y lo único que apetece es darse una ducha fría detrás de otra. Pero aquella noche, solo en la azotea de su edificio, Carlos luchaba contra el sueño.
Se había subido una silla plegable, un termo con café y unos prismáticos. Desde que el sol se había puesto, Carlos miraba al cielo y esperaba. Pero ahora, pasadas las dos y media de la madrugada, sólo desesperaba. De pie, asomado a la barandilla, comprobaba que cada vez más gente pasa el verano en Madrid. Hace mucho tiempo que las noches de Madrid dejaron de ser oscuras. Los anuncios luminosos, las farolas, los focos de los coches, la contaminación... han borrado las estrellas. Y si en el cielo madrileño ya no brillan ni Sirio, ni Aldebarán, ni Antares, ¿cómo iba a poder ver las Perseidas?
Carlos recordaba los veranos de su infancia. No había pasado tanto tiempo, pero parecía ya algo muy lejano. Mientras sus compañeros de clase se tostaban en Salou, toda su familia -padres, abuelos, tíos, primos- se reunía en un pueblo del Pirineo. Por la noche, después de cenar, daban juntos un paseo por la carretera hasta las afueras, donde ya no llegaba la luz de las casas y la oscuridad era casi completa. Allí es donde descubrió los secretos del cielo. Su abuelo, catedrático de Química, profesor de instituto y astrónomo aficionado, les explicaba donde estaba la constelación de Casiopea, cómo encontrar la Polar o cuál era el origen del nombre de Vega, estrella situada en la constelación de la Lira. Pero nada igualaba la sensación de contemplar, durante un brevísimo instante, el destello de una estrella fugaz, relativamente frecuentes en esa época del año. Durante la corta etapa de su vida en la que Carlos quiso ser astrónomo, aprendió que los científicos llaman Perseidas a esa lluvia de estrellas que siempre se da a principios de agosto, ya que parecen provenir de la constelación de Perseo. En realidad, es un fenómeno que ocurre cuando la Tierra entra en la órbita del cometa Swift-Tuttle y los restos que éste ha dejado en el espacio chocan con la atmósfera de nuestro planeta.
Carlos tuvo suerte, porque una mala experiencia con una profesora de Física en el bachillerato le hizo replantearse su futuro profesional y así se evitó la desilusión que siempre espera a los que pretenden convertir una pasión en su oficio. Finalmente, estudió Sociología y la Astronomía permaneció como uno de sus pequeños placeres, por mucho que el cielo anaranjado de Madrid se lo impidiera en ocasiones como aquella. Carlos estaba triste, había imaginado una noche muy distinta. Había esperado ver algunas estrellas fugaces, y, sobre todo había esperado verlas junto a David. Pero su única compañía era una luna en cuarto creciente que desde lo alto parecía reírse de él. O, al menos, así lo sentía Carlos.
-Buenas noches, escuchó a su espalda.
Carlos se volvió, un tanto sobresaltado. Uno de sus vecinos, un hombre de su edad con el que alguna vez había cruzado un par de palabras en el ascensor, acababa de entrar en la terraza.
-Buenas noches, respondió Carlos.
El vecino se acercó hasta el borde de la azotea y encendió un cigarrillo. Le ofreció uno a Carlos, pero éste lo rechazó con un gesto.
-¿Carlos, verdad?
-Sí, tú eres...
-Alberto.
-Es verdad. No me acordaba, perdona.
-¿Qué estás haciendo aquí? ¿A ti tampoco te deja dormir el calor?
Alberto se lo preguntó con una sonrisa simpática, pero Carlos se sintió un tanto incómodo. Aunque esa sensación de ser un bicho raro era habitual en él.
-He subido a ver las estrellas.
-¿Las estrellas?
Alberto miró hacia el cielo y, por supuesto, no vio nada que mereciera la pena.
-No veo nada.
-La contaminación lumínica.
-¿Perdona?
-Las luces... la ciudad está llena de luces, no dejan ver el cielo. Una pena. En estos días se suelen ver muchas estrellas fugaces, las Perseidas. Esperaba ver alguna.
-Sí, lo he escuchado en el telediario. Han dicho que será una de las lluvias de estrellas más espectaculares del siglo. -Alberto volvió a mirar hacia arriba-.Yo nunca he visto una estrella fugaz.
-Yo sí, cuando era pequeño. En mi pueblo.
-¿Y pedías un deseo?
-No, que va. Eso son chorradas de las películas.
Alberto apagó el cigarrillo para, a continuación, encender otro.
-Tengo que aprovechar la ocasión, mi mujer no me deja fumar en casa. No podía dormir y me he venido aquí, al fresco... Aunque no hay fresco.
-No hay fresco, no hay estrellas. No tenemos suerte.
-Parece que no.
Alberto permaneció pensativo unos instantes. Carlos se fijó en como el humo azulado del cigarrillo se deshacía en el aire. David fumaba esa misma marca de cigarrillos, Carlos reconocía el aroma a tabaco rubio.
-Mi mujer está embarazada.
-Entonces alguno sí que tiene suerte.
-No es mío.
-No es tuyo...
-No.
Carlos se quedó mudo, no sabía como reaccionar ante una confidencia como ésa.
-Es de un amante, un rollo que ha tenido. Y que ya se ha acabado. Pero se quedó embarazada. Ella me lo contó todo.
-¿Y qué vas a hacer?
-¿Qué voy a hacer? Lo que he hecho, perdonarla. Ella me quiere, yo la quiero. Y ese niño no tiene la culpa de que nosotros cometamos errores...
-Yo no podría.
No, Carlos no podría. De hecho, no había podido. Aun recordaba la rabia que había sentido cuando, hacía unas pocas semanas, había vuelto a casa antes de su hora acostumbrada. En la cama encontró a David con un amigo de los dos. Estaban desnudos y se reían. Lo que pasó después lo recordaba de manera confusa. Hubo gritos, hubo recriminaciones, hubo rencor. Lo que sí se le había quedado grabado en el cerebro era la canción de OBK que sonaba en ese momento en la radio. Quiero esas luces para bailar que el mundo sepa que somos dos quiéreme otra vez que ya no sé que hacer.
-Si a mí me lo hubieran contado de otro, también habría dicho eso. Mira, durante un momento pensé en dejarla. Pero me di cuenta de que la quiero demasiado... El orgullo no es un buen consejero en los asuntos de amor Alberto hizo una breve pausa- Oye, creo que he visto una estrella fugaz. ¿La has visto?
-No.
Carlos estaba mirando al suelo en ese momento, pensativo. Alberto apagó su segundo cigarrillo.
-Bueno, Carlos, yo me vuelvo a la cama. Que tengas suerte.
-Gracias.
-Buenas noches.
Carlos volvió a quedarse solo en la azotea. Miró al cielo con nostalgia por las estrellas, por su infancia, por David, por los tiempos en los que todo parecía fácil. Perdido en sus recuerdos, no escuchó como la puerta que daba a la terraza volvía a abrirse.
-Hola.
Carlos giró la cabeza y le vio, pero no se movió. El cuerpo le pedía darle la espalda al recién llegado. David se acercó hasta la barandilla, colocándose a la altura de Carlos. No se hablaron en varios minutos. Fue David el que se atrevió a romper el silencio.
-No sabía si venir, pero hoy teníamos una cita...
Con un gesto, Carlos le hizo callar. Acababa de ver una estrella fugaz. Y luego otra, y otra, y otra. Las Perseidas llenaron el cielo de estelas de luz, de un brillo efímero pero que persistía en la retina tiempo después de apagarse. David estaba absorto, cautivado por uno de los espectáculos naturales más bellos que existen. Sin que el que había sido su novio se diera cuenta, Carlos lo miró. Y por primera vez desde hacía semanas, se sintió feliz.
Este año me ha apuntado a un taller de escritura. El eje del curso era el relato breve. Me ha venido muy bien para desengrasarme un poco, porque hacía bastante tiempo que no escribía con regularidad. Todos los años, el taller publica un libro con cuentos de los alumnos, que este año, por ser su undécimo aniversario, tenían que girar en torno al número once (aunque no era obligatorio cumplir este requisito). Éste es el que yo he presentado: mi primera publicación.
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DOCE
Juan sabía que el número once era diferente a todos los demás. Cuando era pequeño, se dio cuenta de que ese número que ya no podía contarse con los dedos de las manos tenía algo de misterioso, de enigmático, de fascinante. En el parvulario siempre contaban hasta diez, y lo mismo hacían en Barrio Sésamo, como si el once fuera una barrera infranqueable, un muro que separaba el mundo de los niños y el de los mayores. Por eso, Juan comenzó a sentirse más responsable, más maduro y hasta más alto, cuando, por fin, en su libro de Matemáticas apareció el número once. Después llegaron el doce, el trece, el catorce, el trescientos quince y unos seguidos de infinidad de ceros, números enteros, cardinales, ordinales e incluso imaginarios, raíces cuadradas y polinomios... Pero ninguno tenía el componente mágico del número once, el primer número de la edad adulta.
Pasaron los años y Juan no se extrañó de que fuera once el día en que dos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas. No lo cronometró, pero tampoco le hubiera extrañado que los rascacielos se hubieron desplomado en, exactamente, once segundos. Porque Juan sabía que los acontecimientos fundamentales de la vida nunca tardan más de once segundos en suceder. Nacer, enamorarse, morir, descubrir que los Reyes Magos son los padres, el placer del primer orgasmo, echar demasiada sal a la salsa napolitana, romper aquel juguete que conservábamos desde la infancia o arruinarse en la Bolsa, todo esto ocurría en menos de once segundos, pero sus consecuencias duraban para siempre. Juan sólo admitía una excepción: olvidar. Eso sí que llevaba tiempo, quizás once años u once vidas.
Juan se tenía por un hombre consecuente con sus principios y adoptó la costumbre de contar hasta once cada vez que se encontraba frente a una situación a la que podríamos considerar "clave". Once instantes eran suficiente para tomar la decisión correcta o para que las cosas se solucionaran por sí mismas. Muchas veces le sobraban instantes, pero nunca le faltaron (menos para olvidar, ya lo hemos dicho).
Aquella tarde, Juan sí que tuvo que contar hasta once. Once segundos antes, había abandonado el local una chica con los ojos enrojecidos y ganas de hacerse invisible. Juan la había observado, con demasiado disimulo, mientras tomaba un café con leche condensada, su favorito, en una cafetería del centro de Madrid, su favorita. Ese mismo lugar había escogido un hombre no demasiado listo para dejar a su novia. La ruptura fue seca y demoledora. El hombre se fue con la cabeza bien alta y ella se quedó llorando, silenciosa, dulcemente tímida, casi con vergüenza, mientras en la taza su café se enfriaba. Juan no tardó en sentir que se estaba enamorando de aquellas lágrimas. Por eso, cuando ella se fue, contó hasta once y salió a la calle.
No tardó en descubrirla entre la gente, unos metros por delante de él. Juan la siguió por las calles, manteniendo una distancia más que prudencial. Ella no le vio, pero él no la perdió de vista ni un solo momento. Paso a paso, Juan se daba cuenta de que no sólo estaba enamorado de aquellas lágrimas, sino también de esa melena negra, de esos brazos, de esas piernas, de ese aire de serena melancolía que dejaba a su paso. Cuando ella, finalmente, se sentó en un banco de un parque cubierto de hojas secas, Juan llegó a la conclusión de que esa mujer era la mujer de su vida.
Sí, Juan era un romántico incurable (sólo un romántico es capaz de descubrir magia en donde los demás sólo ven una cifra, un número o un guarismo, según su pedantería). Al día siguiente volvió a sentarse en la misma mesa de la misma cafetería y, como no, pidió su favorito: un café con leche condensada. Ella también estaba allí, en la misma mesa, con el mismo abrigo rojo apoyado en el respaldo de la misma silla, pero esa tarde no había lágrimas. Ella parecía absorta en sus pensamientos, quizás perdida en sus recuerdos, y sólo esbozó una sonrisa, casi imperceptible, en el momento en que se levantó para ponerse su abrigo. Juan contó hasta once y fue tras ella. Volvió a seguirla por las calles, descubriendo nuevos detalles en aquella figura familiar y desconocida. Y como el día anterior, el paseo terminó en un parque de árboles con las ramas desnudas. Con miedo a ser descubierto, y a la vez deseándolo, Juan volvió a su casa.
Este ritual se repitió, invariablemente, durante los días siguientes (¿Cuántos fueron? No lo sabemos, pero a Juan le habría gustado que fueran once). La misma cafetería, la misma mesa, el mismo café con leche condensada, contar hasta once y caminar a través de las mismas calles hasta el mismo banco del mismo parque del mismo otoño. Y allí era donde Juan, quien no sólo era un romántico sino un tímido incurable, ponía fin a esta persecución.
Y así podrían haber seguido durante once días, once semanas, once meses, once años u once siglos. Fue ella la que rompió las reglas del juego. Una tarde, en la cafetería, ella le miró, y durante un fugaz momento, ambos se contemplaron en silencio. Pero, salvo que el corazón de Juan comenzó a latir más deprisa, no pasó nada. Ella se fue, como siempre, y Juan, después de contar hasta once, salió tras ella, como siempre.
El parque dejaba de ser otoñal para convertirse en invernal. Juan, escondido entre los árboles, la observaba. Ella solía permanecer sentada sin hacer otra cosa que contemplar como nadaban los patos en el estanque. Los miraba en silencio, sin moverse, mientras pensaba, recordaba, imaginaba, soñaba o, quizás, esperaba. Pero esa tarde era distinta, esa tarde ella dejó un sobre en el banco y se fue. Juan no sabía que hacer, así que contó hasta once y decidió que la carta era para él. Y en efecto, en el sobre estaba escrito, en letras mayúsculas, "PARA TI". Juan rasgó el papel. Dentro, un único folio. Y en él, una única palabra: "Acércate"
Al día siguiente, Juan se atrevió a obedecer. Recorrió la distancia que le separaba del banco y se sentó junto a ella. Nunca habían estado tan cerca. Sin pensar, sin hablar, mirando sin mirar los patos que chapoteaban frente a él, la cabeza de Juan contó del uno al dos, y del dos al tres, y del tres al cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Y once. Y entonces se giró hacia la mujer de su vida.
-Doce, dijo ella, mirándole con una sonrisa.
Mi amigo Jotas creo la página web TodoRelativo (ya no está operativa) y puso en marcha un taller de escritura virtual, que sigue vivo y con muy buena salud. Llevo varios meses participando en cada convocatoria, con mayor o menor fortuna. Éste es el relato del que, hasta la fecha, estoy más orgulloso. Lo que más me sorprende es que lo escribí, prácticamente, de un tirón. ¿Será verdad lo que cuentan de la inspiración?
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DOS, TRES O MÁS PASOS EN FALSO
La sala de espera de la estación de tren, pequeña, vacía y sucia, estaba mal iluminada por unos temblorosos tubos fluorescentes. Con cuarenta años que parecían cincuenta, abrigo y maleta, el hombre esperaba sentado en uno de los asientos de plástico gastado que jalonaban las paredes acristaladas de la habitación. Tras las ventanas, el andén estaba desierto y oscuro. El hombre no hacía nada, ni leía, ni fumaba, ni sonreía. Sólo esperaba.
Una mujer de unos treinta y cinco años, guapa, intensamente guapa, entró en la sala. Parecía agitada, como si hubiera hecho una larga carrera hasta allí. La mujer miró al hombre y éste le devolvió la mirada. Sus ojos no expresaban emoción alguna. Ella, sin embargo, parecía nerviosa y asustada, pero también aliviada. Incluso contenta. Pero de una manera muy sutil. Lentamente, Adela atravesó la sala y se sentó junto al hombre. Ambos permanecieron en silencio durante largos segundos.
-Te he encontrado, dijo ella.
-No deberías haberlo hecho.
Él seguía sin manifestar ninguna emoción. Ella volvió a quedarse en silencio durante unos segundos. Se fijó en la maleta que el hombre tenía frente a sí, sobre el suelo de baldosa.
-No te has llevado tus libros.
-No los quiero. Quédatelos.
-Yo tampoco los quiero.
-Pues tíralos. O quémalos. Regálalos. O véndelos, lo que más te apetezca. Siempre has hecho lo que más te apetece.
-Eso no es verdad. Y tú lo sabes.
Él no respondió. Adela se mantenía tranquila, calmada, dominando el miedo que comenzaba a nacer en su interior. Las respuestas de Diego la sorprendían más que irritaban, Él nunca se había comportado así antes, su talante se había transformado rápidamente en los últimos días, hasta desembocar en esa escapada nocturna. Ella había vuelto a casa y él no estaba. Así de simple. Así de complicado.
-Tampoco te has llevado tus papeles.
-Esta conversación nunca debería haber tenido lugar.
-No te entiendo.
-El tren se ha retrasado. En estos momentos, yo debería estar en mi vagón, y no hablando contigo. No tengo nada que decirte.
-¿A dónde vas?
-A cualquier sitio, pero lejos de ti.
Él la miro. Ella sintió un escalofrío en el alma. En los ojos de Diego no había nada. Ni amor, ni odio. Sólo vacío. Tuvo ganas de gritar, pero se contuvo. Ella era fuerte, inteligente, no tenía miedo. Había sabido penetrar el muro en el que Diego se protegía, aquel falso disfraz de escritor maldito. Ahora también lo conseguiría.
-He estado mirando tus papeles. Has terminado la novela. La he leído. Es tu mejor obra.
-Te equivocas. No es mi mejor obra. Ni siquiera es mía, es tuya.
-Mía.
-No soy yo quien ha escrito eso, yo no soy así. Yo no soy el que me has hecho ser. Por eso me voy.
Diego hablaba con firmeza, seguro de sí mismo. No le importaba hacer daño a Adela. Quería hacerle daño. Aquel fastidioso tren retrasado le regalaba la oportunidad de vengarse. Aunque ella no lo mereciera. Aunque después sintiese tanto asco que no pudiera reprimir las ganas de vomitar.
-Entraste en mi vida sin que yo te lo pidiera. Te instalaste en mi casa como un ángel salvador. Te diste para rescatarme. Y lo conseguiste, me rescataste, ¿para qué?
-¿No has sido feliz?
-¿Tú lo has sido?
-Yo he sido feliz, y sé que sabido hacerte feliz. Es más, sé que lo has sido.
-Nunca lo negaré. He sido feliz a tu lado. Podría seguir siendo feliz a tu lado. Pero no quiero.
-Sé que volverás.
-No sé adonde voy ni qué haré. Pero si sé que no volveré.
Un tren se acercaba a la estación.
-Me iré contigo, te seguiré, me pegaré a ti.
-Y yo me iré, siempre me iré.
El tren estaba cada vez más cerca.
-Entonces me tiraré a las vías, sabes que soy capaz.
Adela se levantó y echó a correr hacia la puerta. Esperaba sentir la mano de Diego en su brazo, agarrándola con fuerza. Pero la mano no llegó. Adela se detuvo en el umbral. El tren atravesó la estación como un ruidoso y veloz haz de luz. Adela se volvió: Diego se había levantado del asiento y la miraba, quizás con desprecio, quizás con odio.
-Sabía que no lo harías. Nunca soportaste el melodrama.
Adela volvió a sentir ganas de llorar, pero se reprimió. No, aquel hombre no merecía una sola lágrima. Y nunca le perdonaría el haberla llevado a portarse de una forma tan ridícula, tan humillante.
-Yo te amaba, Diego.
-Tú me amabas, yo te amaba. Nos queríamos. Pero mataste al escritor. Mi novela no tiene alma, está anestesiada, sepultada de felicidad.
-Comprendo.
-Yo quiero rescatar al escritor, recuperar mi alma. Aunque me vuelva a perder en el intento.
Adela y Diego se miraron como si nunca se hubieran conocido. No, ya no había amor entre ellos. Diego había conseguido su objetivo, había recuperado su libertad y había liberado a Adela. Por una vez, el escritor maldito tuvo la última palabra.
-Perdóname.
Adela no respondió. Sólo se acercó hasta el hombre por el que había desperdiciado dos años de su vida y le dio un suave beso en la mejilla. Y sin más, se fue. Diego esperó dos horas más, se subió a un tren y no volvió a verla. Adela regresó a casa y rompió en diminutos pedazos cada página de la mejor novela que Diego escribiría nunca.