DOCE
Este año me ha apuntado a un taller de escritura. El eje del curso era el relato breve. Me ha venido muy bien para desengrasarme un poco, porque hacía bastante tiempo que no escribía con regularidad. Todos los años, el taller publica un libro con cuentos de los alumnos, que este año, por ser su undécimo aniversario, tenían que girar en torno al número once (aunque no era obligatorio cumplir este requisito). Éste es el que yo he presentado: mi primera publicación.
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DOCE
Juan sabía que el número once era diferente a todos los demás. Cuando era pequeño, se dio cuenta de que ese número que ya no podía contarse con los dedos de las manos tenía algo de misterioso, de enigmático, de fascinante. En el parvulario siempre contaban hasta diez, y lo mismo hacían en Barrio Sésamo, como si el once fuera una barrera infranqueable, un muro que separaba el mundo de los niños y el de los mayores. Por eso, Juan comenzó a sentirse más responsable, más maduro y hasta más alto, cuando, por fin, en su libro de Matemáticas apareció el número once. Después llegaron el doce, el trece, el catorce, el trescientos quince y unos seguidos de infinidad de ceros, números enteros, cardinales, ordinales e incluso imaginarios, raíces cuadradas y polinomios... Pero ninguno tenía el componente mágico del número once, el primer número de la edad adulta.
Pasaron los años y Juan no se extrañó de que fuera once el día en que dos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas. No lo cronometró, pero tampoco le hubiera extrañado que los rascacielos se hubieron desplomado en, exactamente, once segundos. Porque Juan sabía que los acontecimientos fundamentales de la vida nunca tardan más de once segundos en suceder. Nacer, enamorarse, morir, descubrir que los Reyes Magos son los padres, el placer del primer orgasmo, echar demasiada sal a la salsa napolitana, romper aquel juguete que conservábamos desde la infancia o arruinarse en la Bolsa, todo esto ocurría en menos de once segundos, pero sus consecuencias duraban para siempre. Juan sólo admitía una excepción: olvidar. Eso sí que llevaba tiempo, quizás once años u once vidas.
Juan se tenía por un hombre consecuente con sus principios y adoptó la costumbre de contar hasta once cada vez que se encontraba frente a una situación a la que podríamos considerar "clave". Once instantes eran suficiente para tomar la decisión correcta o para que las cosas se solucionaran por sí mismas. Muchas veces le sobraban instantes, pero nunca le faltaron (menos para olvidar, ya lo hemos dicho).
Aquella tarde, Juan sí que tuvo que contar hasta once. Once segundos antes, había abandonado el local una chica con los ojos enrojecidos y ganas de hacerse invisible. Juan la había observado, con demasiado disimulo, mientras tomaba un café con leche condensada, su favorito, en una cafetería del centro de Madrid, su favorita. Ese mismo lugar había escogido un hombre no demasiado listo para dejar a su novia. La ruptura fue seca y demoledora. El hombre se fue con la cabeza bien alta y ella se quedó llorando, silenciosa, dulcemente tímida, casi con vergüenza, mientras en la taza su café se enfriaba. Juan no tardó en sentir que se estaba enamorando de aquellas lágrimas. Por eso, cuando ella se fue, contó hasta once y salió a la calle.
No tardó en descubrirla entre la gente, unos metros por delante de él. Juan la siguió por las calles, manteniendo una distancia más que prudencial. Ella no le vio, pero él no la perdió de vista ni un solo momento. Paso a paso, Juan se daba cuenta de que no sólo estaba enamorado de aquellas lágrimas, sino también de esa melena negra, de esos brazos, de esas piernas, de ese aire de serena melancolía que dejaba a su paso. Cuando ella, finalmente, se sentó en un banco de un parque cubierto de hojas secas, Juan llegó a la conclusión de que esa mujer era la mujer de su vida.
Sí, Juan era un romántico incurable (sólo un romántico es capaz de descubrir magia en donde los demás sólo ven una cifra, un número o un guarismo, según su pedantería). Al día siguiente volvió a sentarse en la misma mesa de la misma cafetería y, como no, pidió su favorito: un café con leche condensada. Ella también estaba allí, en la misma mesa, con el mismo abrigo rojo apoyado en el respaldo de la misma silla, pero esa tarde no había lágrimas. Ella parecía absorta en sus pensamientos, quizás perdida en sus recuerdos, y sólo esbozó una sonrisa, casi imperceptible, en el momento en que se levantó para ponerse su abrigo. Juan contó hasta once y fue tras ella. Volvió a seguirla por las calles, descubriendo nuevos detalles en aquella figura familiar y desconocida. Y como el día anterior, el paseo terminó en un parque de árboles con las ramas desnudas. Con miedo a ser descubierto, y a la vez deseándolo, Juan volvió a su casa.
Este ritual se repitió, invariablemente, durante los días siguientes (¿Cuántos fueron? No lo sabemos, pero a Juan le habría gustado que fueran once). La misma cafetería, la misma mesa, el mismo café con leche condensada, contar hasta once y caminar a través de las mismas calles hasta el mismo banco del mismo parque del mismo otoño. Y allí era donde Juan, quien no sólo era un romántico sino un tímido incurable, ponía fin a esta persecución.
Y así podrían haber seguido durante once días, once semanas, once meses, once años u once siglos. Fue ella la que rompió las reglas del juego. Una tarde, en la cafetería, ella le miró, y durante un fugaz momento, ambos se contemplaron en silencio. Pero, salvo que el corazón de Juan comenzó a latir más deprisa, no pasó nada. Ella se fue, como siempre, y Juan, después de contar hasta once, salió tras ella, como siempre.
El parque dejaba de ser otoñal para convertirse en invernal. Juan, escondido entre los árboles, la observaba. Ella solía permanecer sentada sin hacer otra cosa que contemplar como nadaban los patos en el estanque. Los miraba en silencio, sin moverse, mientras pensaba, recordaba, imaginaba, soñaba o, quizás, esperaba. Pero esa tarde era distinta, esa tarde ella dejó un sobre en el banco y se fue. Juan no sabía que hacer, así que contó hasta once y decidió que la carta era para él. Y en efecto, en el sobre estaba escrito, en letras mayúsculas, "PARA TI". Juan rasgó el papel. Dentro, un único folio. Y en él, una única palabra: "Acércate"
Al día siguiente, Juan se atrevió a obedecer. Recorrió la distancia que le separaba del banco y se sentó junto a ella. Nunca habían estado tan cerca. Sin pensar, sin hablar, mirando sin mirar los patos que chapoteaban frente a él, la cabeza de Juan contó del uno al dos, y del dos al tres, y del tres al cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Y once. Y entonces se giró hacia la mujer de su vida.
-Doce, dijo ella, mirándole con una sonrisa.
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DOCE
Juan sabía que el número once era diferente a todos los demás. Cuando era pequeño, se dio cuenta de que ese número que ya no podía contarse con los dedos de las manos tenía algo de misterioso, de enigmático, de fascinante. En el parvulario siempre contaban hasta diez, y lo mismo hacían en Barrio Sésamo, como si el once fuera una barrera infranqueable, un muro que separaba el mundo de los niños y el de los mayores. Por eso, Juan comenzó a sentirse más responsable, más maduro y hasta más alto, cuando, por fin, en su libro de Matemáticas apareció el número once. Después llegaron el doce, el trece, el catorce, el trescientos quince y unos seguidos de infinidad de ceros, números enteros, cardinales, ordinales e incluso imaginarios, raíces cuadradas y polinomios... Pero ninguno tenía el componente mágico del número once, el primer número de la edad adulta.
Pasaron los años y Juan no se extrañó de que fuera once el día en que dos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas. No lo cronometró, pero tampoco le hubiera extrañado que los rascacielos se hubieron desplomado en, exactamente, once segundos. Porque Juan sabía que los acontecimientos fundamentales de la vida nunca tardan más de once segundos en suceder. Nacer, enamorarse, morir, descubrir que los Reyes Magos son los padres, el placer del primer orgasmo, echar demasiada sal a la salsa napolitana, romper aquel juguete que conservábamos desde la infancia o arruinarse en la Bolsa, todo esto ocurría en menos de once segundos, pero sus consecuencias duraban para siempre. Juan sólo admitía una excepción: olvidar. Eso sí que llevaba tiempo, quizás once años u once vidas.
Juan se tenía por un hombre consecuente con sus principios y adoptó la costumbre de contar hasta once cada vez que se encontraba frente a una situación a la que podríamos considerar "clave". Once instantes eran suficiente para tomar la decisión correcta o para que las cosas se solucionaran por sí mismas. Muchas veces le sobraban instantes, pero nunca le faltaron (menos para olvidar, ya lo hemos dicho).
Aquella tarde, Juan sí que tuvo que contar hasta once. Once segundos antes, había abandonado el local una chica con los ojos enrojecidos y ganas de hacerse invisible. Juan la había observado, con demasiado disimulo, mientras tomaba un café con leche condensada, su favorito, en una cafetería del centro de Madrid, su favorita. Ese mismo lugar había escogido un hombre no demasiado listo para dejar a su novia. La ruptura fue seca y demoledora. El hombre se fue con la cabeza bien alta y ella se quedó llorando, silenciosa, dulcemente tímida, casi con vergüenza, mientras en la taza su café se enfriaba. Juan no tardó en sentir que se estaba enamorando de aquellas lágrimas. Por eso, cuando ella se fue, contó hasta once y salió a la calle.
No tardó en descubrirla entre la gente, unos metros por delante de él. Juan la siguió por las calles, manteniendo una distancia más que prudencial. Ella no le vio, pero él no la perdió de vista ni un solo momento. Paso a paso, Juan se daba cuenta de que no sólo estaba enamorado de aquellas lágrimas, sino también de esa melena negra, de esos brazos, de esas piernas, de ese aire de serena melancolía que dejaba a su paso. Cuando ella, finalmente, se sentó en un banco de un parque cubierto de hojas secas, Juan llegó a la conclusión de que esa mujer era la mujer de su vida.
Sí, Juan era un romántico incurable (sólo un romántico es capaz de descubrir magia en donde los demás sólo ven una cifra, un número o un guarismo, según su pedantería). Al día siguiente volvió a sentarse en la misma mesa de la misma cafetería y, como no, pidió su favorito: un café con leche condensada. Ella también estaba allí, en la misma mesa, con el mismo abrigo rojo apoyado en el respaldo de la misma silla, pero esa tarde no había lágrimas. Ella parecía absorta en sus pensamientos, quizás perdida en sus recuerdos, y sólo esbozó una sonrisa, casi imperceptible, en el momento en que se levantó para ponerse su abrigo. Juan contó hasta once y fue tras ella. Volvió a seguirla por las calles, descubriendo nuevos detalles en aquella figura familiar y desconocida. Y como el día anterior, el paseo terminó en un parque de árboles con las ramas desnudas. Con miedo a ser descubierto, y a la vez deseándolo, Juan volvió a su casa.
Este ritual se repitió, invariablemente, durante los días siguientes (¿Cuántos fueron? No lo sabemos, pero a Juan le habría gustado que fueran once). La misma cafetería, la misma mesa, el mismo café con leche condensada, contar hasta once y caminar a través de las mismas calles hasta el mismo banco del mismo parque del mismo otoño. Y allí era donde Juan, quien no sólo era un romántico sino un tímido incurable, ponía fin a esta persecución.
Y así podrían haber seguido durante once días, once semanas, once meses, once años u once siglos. Fue ella la que rompió las reglas del juego. Una tarde, en la cafetería, ella le miró, y durante un fugaz momento, ambos se contemplaron en silencio. Pero, salvo que el corazón de Juan comenzó a latir más deprisa, no pasó nada. Ella se fue, como siempre, y Juan, después de contar hasta once, salió tras ella, como siempre.
El parque dejaba de ser otoñal para convertirse en invernal. Juan, escondido entre los árboles, la observaba. Ella solía permanecer sentada sin hacer otra cosa que contemplar como nadaban los patos en el estanque. Los miraba en silencio, sin moverse, mientras pensaba, recordaba, imaginaba, soñaba o, quizás, esperaba. Pero esa tarde era distinta, esa tarde ella dejó un sobre en el banco y se fue. Juan no sabía que hacer, así que contó hasta once y decidió que la carta era para él. Y en efecto, en el sobre estaba escrito, en letras mayúsculas, "PARA TI". Juan rasgó el papel. Dentro, un único folio. Y en él, una única palabra: "Acércate"
Al día siguiente, Juan se atrevió a obedecer. Recorrió la distancia que le separaba del banco y se sentó junto a ella. Nunca habían estado tan cerca. Sin pensar, sin hablar, mirando sin mirar los patos que chapoteaban frente a él, la cabeza de Juan contó del uno al dos, y del dos al tres, y del tres al cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Y once. Y entonces se giró hacia la mujer de su vida.
-Doce, dijo ella, mirándole con una sonrisa.
10 comentarios
ace76 -
Laia -
Ángela -
Espiente -
DÑA. PINPONA -
Locusta -
ACE76 -
ACE76 -
Y en Barrio Sésamo no llegaban hasta el trece, se quedaban en el DOCE... :-)
Espinete -
undostrecuaatro..cincoseisieteochonuevediezoncedocetreeeeeceeeee
Perdonando ese error, no esta mal. Aunque ella parece desesperada, yo no me fiaria de alguien que me persigue cada vez que salgo de una cafeteria y que se enamora de mi solo por que lloro. Y por otra parte, yo no perseguiria a una chica que va, sola, todos los dias, al mismo sitio. :-P
jon -