DESDE EL ALTILLO
En 1614 no era raro ver pasear a Lope de Vega por la calle Príncipe. Siglos después, en 1870, se construyó un nuevo edificio al comienzo de la calle, en el número tres. Escaleras de madera, tres plantas, buhardillas, mansardas en el tejado, un desván con tragaluz. Sus cimientos eran fuertes. Aun sigue en pie.
Ahí han vivido hombres, mujeres, niños, ancianos. Ha habido lágrimas, risas, amor, largos vacíos y pequeños destellos de felicidad. Una niña se cayó por las escaleras en agosto de 1967 y se hizo daño en la rodilla. En enero de 1912, la señora Blasco murió de una extraña enfermedad en su dormitorio, rodeada de todos los suyos. Su hijo Federico no se separó de ella hasta el final. Eduardo y Carolina se mudaron al edificio en marzo de 1940, después de casarse, y fueron muy felices. En noviembre de 1937, Luis, desde la ventana del altillo, vigilaba el cielo y avisaba a todos los vecinos cuando veía acercarse a un avión sospechoso. Eran tiempos difíciles. En el verano de 1985, la casa era una movida, como toda la ciudad. En octubre de 1906, Adela se escondió con Miguel en el rellano y ahí se dieron su primer beso. En abril de 1996, un peletero se instaló en el primer piso y un día hizo un abrigo de piel para una duquesa. Un año después, Germán abrió un local de bocadillos con un toque argentino donde antes había estado una lechería. Y en octubre de 1999, yo me instalé en el edificio.
No tardé en darme cuenta de que era una casa especial. Las paredes estaban impregnadas de recuerdos, emociones y sentimientos. A la luz del día, permanecen diluidos. Pero cuando llega la noche, los rayos de la luna los espesan y se hacen más pesados, más presentes. Son fantasmas silenciosos que hacen compañía. Al principio me ponían nervioso, pero después me di cuenta de que, al fin y al cabo, lo que permanecen son los buenos recuerdos y que las historias de terror son mentira. Los fantasmas no son niños malditos, ni monjas emparedadas, ni caballeros sin cabeza, ni doncellas ensagrentadas. No son buenos, ni malos, simplemente están ahí. ¿Y dónde van a estar mejor que en un hogar?
Algunos se sienten solos y ver la vida de la casa desde lo alto de la escalera le hace sentirse acompañados. Algunos son traviesos y juegan con el gato, haciéndole correr de un lado para otro. Pero Flauta es listo y muchas veces, sencillamente, los ignora. Cuando se queda mirando fijamente hacia un punto, sabes que un fantasma le está giñando el ojo o sacándole la lengua. Alguno es más atrevido y se divierte haciendo crujir los peldaños de la escalera de caracol o haciendo desaparecer calcetines de rombos en los entresijos de la lavadora. A veces, simplemente, se limitan a hacer oscilar las campanitas que cuelgan junto a la ventana. ¿O sólo es el aire?
Todos tienen algo en común: son tímidos. No les gusta que haya mucha gente a su alrededor. De hecho, por las noches, cuando Flauta y yo compartimos la cama, permanecen en el altillo. Ahí se sienten a gusto, entre los trastos y los libros viejos. ¿Sabéis que los leen sin necesidad de abrirlos? Les basta con deslizarse entre las páginas cerradas e impregnarse con la tinta de las palabras impresas. Y cuando alguien más duerme en la casa, ellos suben a la azotea y bailan entre las chimeneas.
8 comentarios
esti -
ace76 -
mce79 -
dee -
ace76 -
Pues no, lo único que es cierto es que hay un peletero, que el del local del bocadillos se llama Germán y que yo me instalé allí en 1999.
También es verdad que la casa se construyó en 1870 y que Lope de Vega caminó alguna vez por la Calle Príncipe.
Lo demás es inventado... ¿o quizás no?
Joserra -
ace76 -
Yo -